El pasado 13 de octubre fue un día representativo para la familia Rodríguez Amaya. Ramiro Rodríguez, más conocido como Remache, se acomodó en la silla de Cacique, el caballo que fue su compañero en la final del 29° Mundial de Coleo. Ajustó las riendas y salió pensando en el triunfo. En la tribuna, su esposa y sus hijos observaban atentos. A los pocos segundos, el toro salió por la puerta de coso y Ramiro se lanzó detrás, con la precisión de quien lleva más de treinta años practicando el deporte tradicional de los llaneros. Quedó subcampeón y llevó a casa un nuevo trofeo que hoy acompaña la estantería de lo que parece un museo en honor a una vida dedicada al coleo.

Remache, junto a su más reciente trofeo de subcampeón del 29° Mundial de Coleo

Su historia comenzó en los caminos de Brisas del Llano, una vereda de Monterrey donde su infancia olía a pasto recién cortado y bosta de ganado. “Yo empecé por mi padrino, Pacho Guevara —recuerda—. Me salía de la escuela para irme con él, primero de palafrenero y después a colear.” Cuenta que sus triunfos iniciaron en el año 1992, cuando con apenas diecisiete años ganó su primer coleo en San Agustín, y desde entonces no volvió a bajarse de la silla. En pocos meses, durante ese mismo año, acumuló siete victorias seguidas.

Los años siguientes consolidaron su nombre en las mangas del país. Ganó el Mundial en 2001 y 2002, y la Copa América poco después. Pero más allá de los trofeos —que en su casa se mezclan con fotos familiares—, Ramiro guarda un recuerdo que para él vale más que cualquier medalla, fue en ese coleo de San Agustín donde conoció a Durley, su esposa. “Era la primera vez que ganaba y me traje dos trofeos ese día —dice sonriendo—, el del coleo y el del amor.” Desde entonces, ella y sus hijos lo acompañan a cada competencia, juntos sostienen una tradición y comparten el amor por el deporte.

Durley Amaya y Ramiro Rodríguez, en la manga Víctor Hugo Prieto de Yopal Casanare. Año 2015

El coleo se hereda en la familia Rodríguez Amaya como los valores, sin imposiciones y con ejemplo. Los hijos crecieron entre caballos, toros y búfalos, observando a su padre con la admiración de quien ve en la manga una escuela de carácter. Gavilán, el menor, siempre mostró gusto por el coleo; Combate, el mayor, en cambio, no quería montar a caballo. “Él se la pasaba con los abuelos —recuerda Ramiro—. Yo lo sacaba a montar y no le gustaba.” Hasta que un día, sin que nadie lo esperara, pidió participar en un coleo estudiantil. Le prestaron un caballo y ganó. Desde entonces, su nombre comenzó a sonar en los torneos juveniles y terminó por convertirse en campeón nacional y mundial sub-21. “La gente decía que con solo ver a Combate salir, ya estaba ganado”, cuenta el padre con una mezcla de orgullo y asombro.

Pero esa racha se detuvo de golpe con un accidente que dejó a Combate al borde de la muerte. Ramiro pensó que era el final. Cerró la manga y no volvió a utilizarla. “Yo creí que él no iba a poder caminar más —dice—. Uno agradece que siga vivo, pero verlo sin poder montar fue muy doloroso para todos nosotros.” Fueron meses de silencio hasta que, con ayuda médica y familiar, su hijo volvió a subirse a un caballo. Al principio lo sostenían entre él y su otro hijo, con miedo y esperanza, hasta que logró recuperar el equilibrio. Años después, cuando reapareció en el Mundial, la tribuna se puso de pie ante el hijo que había caído y volvía a la arena.

Familia Rodríguez Amaya

Desde entonces, el coleo en casa de los Rodríguez Amaya tiene un nuevo significado. Si bien nunca fue solo un deporte, ahora es también una forma de honrar la vida. Ramiro dejó de organizar eventos en su propia manga, pero aún entrena con sus hijos y acompaña sus presentaciones. En su relato no hay heroísmo, sino constancia la misma que lo llevó a conquistar distintos triunfos. “A veces no gano, pero sigo montando —dice—. Uno en esto no se rinde porque el caballo siente cuando el jinete se da por vencido o sale a colear con inseguridad.”

Mientras el país debate sobre el futuro del coleo, Ramiro observa su pesebrera. “Esperemos que el coleo no se vaya a acabar. El coleo es parte del llano. Mucha gente vive de eso, no solo el que colea, para nosotros es algo que hacemos con amor y respeto por los animales y el llano”, afirma. Habla de los criadores, de los cuidadores y de los vendedores que en los eventos levantan carpas y fritan carne al borde de las mangas. Para él, prohibir el coleo sería como terminar con una parte del llano. 

Ramiro Rodríguez recibiendo el trofeo de ganador del Mundial de Coleo, año 2001

En su finca, ubicada en Villanueva, la vida transcurre al ritmo del campo. Las pesebreras se mezclan con las casas de sus hijos, levantadas sobre los mismos lotes donde antes entrenaban. La manga de coleo —que alguna vez reunió a decenas de jinetes— hoy permanece en silencio, pero Ramiro no la ve con tristeza. Sabe que cada competencia, cada trofeo y cada herida forman parte de una misma memoria.

Redactado por Angie Romero

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